El zumbido del autobús retumbaba en el pecho de Valeria Cruz mientras avanzaba por una carretera envuelta en sombras hacia el aeropuerto de San Juan. A sus 29 años, la cardióloga que había dominado quirófanos con la precisión de un reloj ahora era una fugitiva, hundida en un asiento trasero, con una capucha cubriendo su cabello castaño y lentes de contacto que apagaban el brillo de sus ojos. Bajo el nombre falso de Elena Vargas, llevaba una mochila ligera: ropa sencilla, un pasaporte falso, y un relicario de plata con una foto de Diego Rivera, un tesoro que quemaba en su mano cada vez que lo tocaba. No se atrevía a abrirlo, temiendo que el recuerdo de su sonrisa, de sus dedos grandes trazando senderos en su piel, la deshiciera. El contrato con Luis Morales, firmado para salvar a Pablo, su sobrino, era un grillete que la ataba a un destino cruel, pero esta noche, Valeria corría hacia la libertad, aunque cada kilómetro le arrancara un fragmento del corazón.
El vidrio frío de la ventana