El aire de Brooklyn olía a lluvia reciente y café tostado, un contraste gélido con el calor salado de San Juan que Valeria Cruz había dejado atrás. A sus 29 años, la cardióloga que una vez comandaba quirófanos con la precisión de un halcón ahora era Elena Vargas, una sombra que se deslizaba por calles adoquinadas hacia un hospital comunitario. Su cabello castaño, cortado en una melena recta para despistar, rozaba su nuca bajo un abrigo gris, y sus manos, finas como hilos de cristal, temblaban al ajustar el pase de identificación que colgaba de su cuello. Nueva York era su refugio, pero también su prisión, un lugar donde el eco de Diego Rivera la perseguía en cada esquina. Su amor, un fuego que no se apagaba, era un recordatorio doloroso de lo que había sacrificado para salvar a Pablo, su sobrino, mediante el contrato con Luis Morales.
El hospital, un edificio de ladrillo con pasillos que olían a desinfectante, era su nuevo campo de batalla. Mientras recorría la unidad de cardiología,