La lluvia golpeaba el tejado del apartamento en las afueras de San Juan, un refugio frágil donde el aire cargado de salitre se colaba por las rendijas. Valeria Cruz, hundida en un sillón descolorido, apretaba un cojín contra su pecho, como si pudiera contener el torbellino que la desgarraba. Su cabello castaño, suelto y algo enredado, rozaba sus mejillas pálidas, y sus dedos, finos como hilos de seda, temblaban al sostener un teléfono apagado. A sus 29 años, la cardióloga que una vez comandaba quirófanos con la precisión de un metrónomo ahora se sentía atrapada, encadenada por el contrato que había firmado con Luis Morales para salvar a Pablo, su sobrino.
Cuatro días habían pasado desde que dejó a Diego Rivera en aquella casa de playa, con una nota que aún le quemaba el alma: "Gracias por darme esta noche." Había cortado todo contacto, apagando su teléfono personal para no ceder al anhelo de escuchar la voz grave de Diego, de imaginar sus manos grandes, cálidas, deslizándose por su pi