El sol de Nassau derramaba oro líquido sobre la playa, el aire cargado de sal y promesas rotas. Valeria Cruz, estaba en una suite de un resort en las Bahamas, frente a un espejo de marco plateado. El vestido de novia, un torrente de seda y perlas, abrazaba su figura como un susurro cruel, su velo cayendo como una cortina que no podía apartar. Un mes y medio después de la operación de Luis Morales, el hombre que había donado parte de su hígado para salvar a Pablo, su sobrino, Valeria estaba aquí, atrapada por un contrato que la obligaba a casarse con él. Resignada, Valeria se preparó para los votos, pero su alma gritaba por libertad.
Esa mañana, un vértigo la había llevado al baño de la suite, el mármol frío bajo sus pies descalzos. Con manos temblorosas, abrió una prueba de embarazo comprada en una farmacia del aeropuerto. Dos líneas violetas aparecieron, y el mundo se detuvo. Estaba embarazada. De Diego. Un torrente de lágrimas brotó, mezcla de júbilo y temor. —Nuestro hijo —susurró,