Un golpe seco en la puerta irrumpió como un relámpago, rompiendo el frágil capullo de intimidad que envolvía a Valeria y Diego. Sus cuerpos, aún encendidos por el ardor de su reencuentro, se tensaron, pero en los ojos de Valeria brillaba una determinación feroz. Había pasado demasiado tiempo esquivando sombras, dejando que el control de Luis dictara su destino. Ahora, con la verdad de sus hijos como un faro y el calor de Diego aún latiendo en su piel, no había espacio para el miedo. Solo para la acción.
Diego se levantó de la cama, sus músculos tensos bajo la luz dorada, dispuesto a enfrentar cualquier amenaza. Pero antes de que pudiera moverse hacia la puerta, se acercó a la mirilla, su rostro endureciéndose al distinguir la figura al otro lado. —Es la chica de la gala —murmuró, su voz grave, cargada de sospecha. —La que me dio el papel con el número.
Valeria, envuelta en la sábana blanca que se deslizaba como un susurro sobre su piel, no dudó. Su instinto, afilado, la impulsó hacia