La noche envolvía la hacienda en un manto de terciopelo oscuro, las lámparas de hierro forjado derramando un fulgor dorado que titilaba sobre los rostros de los invitados. El aroma de las magnolias y el susurro del viento entre los cipreses tejían una melodía etérea, pero para Valeria Cruz, el mundo era un remolino de incertidumbre. Su vestido, un torrente de seda blanca que se adhería a su figura como un suspiro, capturaba la luz como un espejismo, pero su corazón latía con un desasosiego que amenazaba con desbordarla. La imagen de Diego Rivera, su mirada incandescente atravesando la penumbra, seguía grabada en su alma como una herida palpitante.
Valeria se acercó a Luis Morales, que observaba la escena con la elegancia de un predador en reposo. Sus manos, firmes y bronceadas, acariciaban distraídamente el cabello de Sofía y Gabriel, los mellizos que jugaban a sus pies, sus risas como campanillas de cristal en el aire. La tensión en el pecho de Valeria se intensificó, y su voz, aunqu