La mansión de los Morales, se alzaba como un refugio de piedra y vidrio, sus contornos suavizados por la luz crepuscular. Tras semanas de reformas, el aire olía a barniz fresco y a eucalipto, un contraste que no lograba calmar el torbellino en el alma de Valeria Cruz. Al entrar, con Sofía y Gabriel correteando a su lado, sus risas resonando como guirnaldas en el vestíbulo, sintió el peso de su vida asentarse como un velo. La niñera, una mujer de mirada gentil y manos acogedoras, los recibió con un abrazo, su presencia un faro de calidez. Era más que una aliada; era una confidenta que había descifrado la frialdad del matrimonio entre Valeria y Luis Morales: un pacto sin alma, sin caricias compartidas, sin lechos entrelazados. Había observado los esfuerzos de Luis por encender un deseo en Valeria, siempre apagados por su rechazo, un abismo que él no podía cruzar.
En el salón, donde los ventanales capturaban un cielo de índigo, Luis se acercó a Valeria, un vaso de coñac destellando en su