El crepúsculo envolvía la finca de equitación en un manto de oro líquido, el aroma a hierba fresca y jazmín silvestre flotando como un susurro en el aire. Diego Rivera, su figura esculpida enfundada en un traje de lino blanco que parecía beber la luz del ocaso, se erguía entre la multitud como un faro solitario. Su corazón latía con un anhelo feroz, cada latido un grito mudo por Valeria Cruz, la mujer que había perseguido durante cuatro años a través de un laberinto de sombras. La gala, con su vals de risas y copas de cristal, era un telón de fondo irrelevante; su alma estaba fija en Luis Morales, el hombre que podía sostener la llave de su verdad.
Un murmullo de pasos rompió su trance. Luis Morales avanzaba, su presencia magnética envuelta en un traje de lino beige que abrazaba su cuerpo atlético como una segunda piel. Sofía y Gabriel, los mellizos de mejillas sonrosadas y ojos chispeantes, se aferraban a sus piernas, sus voces como campanillas al viento. “¡Papá, papá!” cantaban, sus