El fuego que no apaga.
—¿Hijo? ¿En serio… encontraste a tu luna? —preguntó Ana con la emoción como si le acabaran de anunciar que iba a ser abuela.
Derek tragó saliva, respiró hondo y activó su don para disimular lo que bullía dentro de él como lava en un volcán a punto de estallar.
Negó con la cabeza, con un gesto tan frío y controlado que habría engañado a cualquiera… excepto, quizás, a su madre.
Pero no podía decirle la verdad. No aún. Ella compartía un lazo tan profundo con su padre, que si se lo confesaba, era solo cuestión de horas antes de que él también lo supiera.
—Lo que están viendo en mí… —comenzó con tono neutro, como si leyera un informe técnico—. Este episodio de fiebre, agitación, y esas cosas… no es por el vínculo real. Es sintético.
Mario frunció el ceño como si acabara de oír que su hijo se inyectaba emociones de laboratorio.
—¿Eh?
—¿Qué? —repitió Ana al unísono—. No te entiendo.
Derek chasqueó la lengua con resignación. Estaba claro que mentir no bastaba. Iba a tener que disfrazar su