La cólera del supremo.
Frente al laboratorio, Leo daba vueltas como un tigre enjaulado. Y su aspecto era un poema al desastre; llevaba barba descuidada, ojeras como dos lunas negras y ropa que, aunque no estaba sucia, parecía haber sobrevivido a tres guerras y un par de lavados descoloridos.

Se mordía las uñas con la desesperación de un adicto hasta que, por fin, la puerta de cristal se abrió y Claudia apareció.

En cuanto la vio, Leo corrió hacia ella como si hubiese visto un salvavidas en medio del naufragio.

—¡Claudia! —exclamó jadeante, agarrándola del brazo con su mano sana—. ¿Por qué llevas días ignorando mis llamadas?

Claudia lo miró de pies a cabeza con una expresión que mezclaba fastidio y asco. Arrugó la nariz como si él apestara a perro mojado.

—¿Qué buscas, Leo? Ya te dije que lo nuestro terminó.

Él apretó la mandíbula, nervioso y furioso a la vez.

—¿Por qué? ¿Por qué me dejas ahora, justo cuando más te necesito?

Claudia soltó una carcajada seca y lo miró con desdén.

—Porque ya no me sirves de nad
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