La ausencia de Alexander era un fantasma tangible que habitaba cada rincón del ático. Dos días habían pasado desde su partida a Italia, y para Olivia, cada hora era un peso muerto que arrastraba consigo. El silencio, que antes era incómodo, se había transformado en una presencia opresiva. Los ruidos cotidianos—el zumbido lejano del ascensor, el tintineo del sistema de climatización—sonaban estridentes en el vacío que él había dejado.
Trabajaba desde el estudio, rodeada por sus cosas, esperando tal vez, de forma inconsciente y patética, encontrar algún rastro de él. Pero todo estaba impecable, ordenado, como si él mismo se hubiera esforzado por no dejar huella. Era la retirada perfecta. Limpia. Fría. Eficiente.
Al tercer día, la fachada comenzó a resquebrajarse. La concentración era una batalla perdida. Sus ojos se perdían en la ventana, siguiendo el vuelo de los pájaros, preguntándose en qué parte del mundo estaría él, y, la pregunta que más la atormentaba, con quién. ¿Estaría solo en