Los días siguientes a la confrontación cayeron sobre el ático como una losa de plomo. El silencio ya no era incómodo; era absoluto, una entidad tangible que llenaba cada habitación, cada espacio entre sus cuerpos cuando, por obligación, debían compartir uno. Alexander se había convertido en un espectro de eficiencia gélida. Sus palabras para Olivia eran estrictamente necesarias, funcionales, y siempre entregadas con la mirada fija en un punto por encima de su hombro, como si el contacto visual fuera una concesión que ya no estaba dispuesto a otorgar.
Olivia, por su parte, navegaba la nueva realidad con una desesperación silenciosa. La herida que había infligido, y la que había recibido a cambio, supuraban en cada instante de soledad. Sabía que había cometido un error catastrófico, pero cada vez que recordaba la expresión de frío desprecio en sus ojos, se convencía más de que, tal vez, no había sido un error, sino la revelación de una verdad incómoda. La duda, ahora mezclada con la cul