Capitulo2
Cuando regresé a la habitación de Tomás, lo encontré profundamente dormido, con la cara húmeda por el llanto.

Incluso en sueños, su vocecita temblorosa murmuraba entre ligeros suspiros: —Papá... Dijiste que me enseñarías a disparar, que me convertirías en el guerrero más valiente...

Contuve con fuerza la punzada de amargura que se agitaba en mi pecho, y lo estreché entre mis brazos con ternura y cuidado.

Pobrecito… Amaba tanto a su padre que hasta en sueños lo llamaba con desesperación.

Pero su padre… Ese despiadado ya no pensaba en él. Estaba ocupado anhelando al hijo de otra mujer.

Tomás se había pasado la noche entera esperando a su lado del campo de tiro, solo con la esperanza de que Mateo cumpliera su promesa. Pero él nunca volvió.

Mientras lo observaba dormir, saqué del dobladillo interior de mi túnica el celular que tanto me había costado robar. Era viejo y tenía la pantalla cuarteada, pero servía. Lo encendí y abrí el último mensaje que había recibido de mi padre.

«En siete días, ven a Arroyo de Plata. Enviaré a alguien a recogerte».

Recordé entonces aquel pasado rebelde. Por amor, había huido de casa y me había casado con Mateo, un hombre que mi padre jamás aceptó. De hecho, se llenó de furia, juró que no volvería a ocuparse de mí y me dio la espalda sin piedad alguna.

Sin embargo, ahora que le envié un mensaje pidiéndole volver a casa, no hizo preguntas. Solo me dijo que fuera.

Incliné la cabeza, sonriendo, y besé la suave mejilla de Tomás, murmurándole en voz baja:

—Mi cielo, en la montaña, detrás de la casa de tu abuelo, hay un campo de entrenamiento mucho mejor donde aprenderás a disparar. Y no necesitaremos más a ese papá, ¿sí?

«Mateo… Yo ya no te necesito.»

A medianoche, unas manos se deslizaron por mi cuerpo mientras yo fingía dormir.

Ese aroma inconfundible, penetrante y dulce, el perfume favorito de Lucía, enseguida me envolvió de golpe y casi me hizo vomitar.

—Camila, te he echado tanto de menos… —susurró él, con voz cargada de deseo.

Lo empujé con fuerza, mi estómago se revolvió y terminé inclinándome sobre la cama, intentando contener las náuseas.

—¿Estás embarazada? —preguntó él con los ojos muy abiertos, las pupilas encogidas como un animal asustado.

Sonreí con amargura, casi con sarcasmo, y le contesté con calma, como quien da un golpe letal con una sonrisa.

—Mateo, han pasado exactamente cuatro meses y diecisiete días desde la última vez que me tocaste. ¿O es que los lobos de tu manada del Bosque Gris ya aprendieron a hacer el amor a distancia?

Al mirar mi abdomen plano, Mateo desvió la vista de inmediato con torpeza, visiblemente incómodo.

—Tienes razón, lo admito… He estado muy ausente últimamente. Esta semana no iré a ver a Lucía. Me quedaré contigo, lo prometo.

Lucía. Así, con toda la confianza del mundo, la llamaba. Antes, al menos, fingía cierto tipo de cortesía y la llamaba señora Lucía. Ahora ni siquiera mantenía la fachada de respeto.

Ya no había rastro alguno de vergüenza, solo una familiaridad asquerosamente sincera.

Su mano comenzó a deslizarse por mi cuerpo con una intención que conocía demasiado bien.

Estaba a punto de apartarlo, cuando unos golpes fuertes retumbaron en la puerta, rompiendo la tensión del cuarto.

—¡Señor Mateo! —gritó alguien desde el pasillo—. ¡Lucía está teniendo una crisis! Dice que siente palpitaciones fuertes y quiere que usted vaya a verla.

Mateo se incorporó asustado. Dio dos pasos rápidos hacia la puerta, pero luego pareció recordar algo y se giró para mirarme, dudando.

—Camila… Lucía no se siente bien, yo debería…

No le dije ni una palabra de reproche. En cambio, tomé una linterna del cajón y se la tendí con total serenidad.

—Es de noche. No te vayas a tropezar con algo.

Mateo tomó la linterna con visible desconcierto, como si no supiera cómo interpretar mi reacción. Él esperaba que le hiciera una escena, como antes. Esperaba gritos, reproches y lágrimas. Pero esta vez no hubo nada de eso.

Su mirada se volvió confusa, casi vacilante.

—Camila, tú…

No lo dejé terminar. Le empujé el pecho con suavidad, obligándolo a cruzar el umbral.

—Ve —le dije, mirándolo fijamente—. No hagas esperar a la honorable Lucía.

Y sin dejarle oportunidad de responder, cerré la puerta con firmeza tras él.

El ruido del portazo quedó flotando en el aire como una sentencia final de nuestro amor.
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