Mateo no podía creer que Tomás y yo estuviéramos muertos.
Se negaba a aceptarlo.
Repetía con insistencia: —¡Si están vivos, quiero verlos! Y si están muertos… ¡Entonces quiero ver sus cuerpos!
Los sirvientes, que habían presenciado todo con sus propios ojos, trataban de convencerlo, entre suspiros y miradas de compasión. —Alfa… Por favor, deje de cavar. Todos fuimos testigos del incendio… Y ya sacaron los cuerpos de la señora Camila y el joven Tomás…
—Han fallecido. Ya no están con nosotros. Debe resignarse y guardar luto…
Pero los ojos de Mateo estaban rojos, enardecidos, llenos de furia y dolor.
Alzó su espada de plata, dispuesto a lanzarse contra el guardaespaldas que se había atrevido a hablar.
—¡No te atrevas a maldecirlos y mucho menos de esa manera! ¡Ellos no están muertos! ¡Hace unos días estaban bien! ¡No pueden haber muerto así, tan de repente!
Negado a aceptar la realidad, siguió removiendo las brasas con las manos, con la desesperación de quien espera un milagro.
Al ver qu