El aroma a café recién hecho y tostadas inundaba la cocina de la casa en Costa Serena. La mañana había amanecido diáfana, y con ella, un ambiente de alegría serena que se respiraba en cada rincón. Valeria no podía dejar de mirar el anillo en su dedo, y cada vez que lo hacía, una sonrisa tonta se dibujaba en su rostro.
—¡Bueno, bueno! —exclamó Gabriel, sirviendo más jugo de naranja—. ¡Parece que anoche hubo más que simples conversaciones! ¡Felicidades, ustedes dos!
—¡Sí! —agregó Mauricio, con una sonrisa amplia—. ¿Y? ¿Cómo fue? ¡Queremos todos los detalles de la pedida, Elías!
Elías se rió, lanzando una mirada de complicidad a Valeria.
—Pues… la verdad es que no hubo tal.
—¿Cómo que no? —preguntó Gabriel, con incredulidad dramática.
—Esta alborotadora —dijo Elías, señalando a Valeria con el mentón— se despertó, vio el anillo y dijo que sí antes de que yo pudiera arrodillarme o decir una sola palabra. Arruinó por completo mi discurso preparado.
Todos rieron, y Valeria se encogió