El coche se detuvo frente a la hacienda Montenegro. La tranquilidad del lugar, con sus paredes encaladas y glicinas trepadoras, contrastaba brutalmente con el torbellino en el pecho de Valeria. Iba a abrir la puerta, con una mezcla de esperanza y miedo, cuando la puerta principal de la casa se abrió de golpe.
De ella salió Gloria, con tacones que clacleteaban con furia contra los adoquines. Su rostro, normalmente compuesto en una máscara de seducción, estaba desencajado por la rabia. Al ver a Valeria bajando del coche, se detuvo en seco, como si hubiera topado con un fantasma.
Sus ojos, cargados de odio, barrieron a Valeria de pies a cabeza.
—¡Estúpida perra Brévenor! —escupió, con un veneno que cortó el aire tranquilo de la tarde—. ¿Qué haces aquí? ¿Vienes a entregarle lo poco que te queda de dignidad?
Mauricio salió del coche de un salto, su elegancia habitual reemplazada por una ira protectora e instantánea.
—¡Cuidado con lo que dices! —advirtió, con una voz que no admitía réplica.