El motor del sedán familiar zumbaba con una constancia hipnótica, un contrapunto mecánico al denso silencio que reinaba en el interior. Valeria apoyaba la frente contra el vidrio frío de la ventanilla, los ojos cerrados. Un latido sordo, persistente, le martillaba las sienes. Las imágenes de las últimas horas se sucedían en su mente como un caleidoscopio agotador: la piel de Elías bajo sus manos, la furia helada en los ojos de su padre, la intervención serena de Mauricio... Era demasiado.
Gabriel, al volante, lanzó una mirada hacia el asiento trasero por el espejo retrovisor. Una sonrisa traviesa, casi de hermano mayor, se dibujó en sus labios.
—Señorita Brévenor —rompió el silencio, con un tono deliberadamente jocoso—, ¿y desde cuándo te volviste tan… aventurera? Vaya, me robaste mi fantasía juvenil: tener sexo en la bodega subterránea. Es de manual.
Valeria sintió que el rubor le subía desde el cuello hasta las mejillas. —Gabriel… —protestó, con un hilo de voz, sin abrir los ojos.
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