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El Chico de la Cafetería.

El viernes amaneció con la ciudad empapada. La lluvia caía fina, persistente, y el aire olía a tierra húmeda y café recién hecho.

Valentina bajó del bus con los audífonos puestos y la mente en otra parte del mundo. Llevaba días con la cabeza llena de dudas, tratando de convencerse de que lo del café había sido solo una coincidencia. Pero la coincidencia se parecía demasiado a una advertencia.

Cruzó la entrada del edificio, saludó con una sonrisa cansada al guardia y subió al piso 23. El ascensor subía lento, como si el día también se resistiera a empezar; comenzó a dudar hasta del por qué había aceptado ese empleo, ni siquiera llegaba a fin de mes y las ganas de renunciar ya le respiraban en la nuca.

Cuando las puertas se abrieron, el aroma a desinfectante y el murmullo de las impresoras le recordaron que no había escapatoria: otro día más en Roth & Co. Observó su escritorio a la distancia y suspiró con amargura.

Llegó a la oficina con el abrigo goteando y el ánimo por el suelo. Alexander ya estaba allí.

Desde su oficina de vidrio, él levantó la vista apenas un segundo cuando ella pasó. No dijo nada. Solo la observó. Ese tipo de mirada que no dura más de un instante, pero deja la sensación de haber sido analizada entera.

Valentina fingió no notarlo. Encendió la computadora, dejó el bolso en el suelo y se concentró en revisar correos. O al menos lo intentó. Podía sentir el peso de esa mirada incluso sin verla.

El día avanzó lento, cargado de trabajo y silencios tensos.

A media mañana, Alexander cruzó entre los escritorios. Cada paso marcaba el ritmo del aire, cada palabra suya bastaba para que todos se enderezaran. Valentina fingió estar concentrada, aunque en realidad contaba los minutos para el almuerzo.

Cuando por fin llegó la hora, el cielo seguía gris, y ella decidió salir sola. Necesitaba respirar, aunque fuera por unos minutos lejos de Roth & Co.

Cruzó la calle y entró en una cafetería pequeña, de esas que casi nadie nota, con luces cálidas y olor a pan recién horneado.

Pidió una sopa y un refresco, y se sentó junto a la ventana. Apoyó la frente en la mano, mirando la lluvia resbalar por el vidrio. Por primera vez en semanas, no pensó ni en correos, ni en Alexander, ni en “A.”. Ya se había acostumbrado a mudarse a menudo, pero eso no evitaba el hecho de que empezar de cero siempre la hacía sentir diminuta.

—Perdón, ¿te puedo robar esa silla? —preguntó una voz a su lado.

Levantó la vista. Un chico, alto, con el cabello oscuro algo despeinado y una sonrisa fácil, la miraba con una bandeja en la mano. Tenía un aire despreocupado, pero amable, como alguien que no teme al silencio.

—Claro —respondió ella, moviendo la silla sin pensarlo.

—Gracias —dijo él, dejándola a un costado—. Soy Lucca, por cierto.

Ella sonrió por cortesía.

—Valentina.

—Bonito nombre —comentó él, mientras acomodaba su café—. No te había visto por aquí antes.

—Trabajo enfrente —explicó—. Solo vine a escapar un rato de la oficina.

Lucca rió. Tenía una risa limpia, sin pretensiones.

—Entonces somos dos. Estoy intentando sobrevivir a la empresa de contabilidad de mi padre. Me contrató “temporalmente”, hace seis meses.

Valentina sonrió de verdad esta vez.

La charla fluyó sin esfuerzo. Él le contó anécdotas del trabajo, ella confesó su adicción al café y a las canciones nostálgicas. Era fácil hablar con él. Sin juicios, sin tensión. Por primera vez en mucho tiempo, alguien la hacía reír sin que tuviera que medir cada palabra.

Cuando se levantó para volver a la oficina, Lucca le extendió un papel doblado.

—Por si quieras compañía la próxima vez que escapes de la oficina.

Su número. Valentina dudó un segundo antes de guardarlo.

—Quizás te tome la palabra.

—Espero que sí. —Le guiñó un ojo y volvió a su mesa.

El resto del día pasó más rápido, aunque su mente no dejaba de volver a ese momento. A la sonrisa de Lucca, a lo fácil que había sido todo. Una parte de ella se sintió culpable por disfrutar tanto de algo tan simple. Otra, lo necesitaba desesperadamente.

Cuando regresó a la oficina, Alexander estaba reunido con el equipo directivo. Aun así, sus ojos la siguieron desde el reflejo del vidrio. Ella fingió revisar su bandeja de entrada, pero lo sintió. Esa mirada fría, contenida y diferente.

El reflejo del cristal captó un gesto sutil: Alexander inclinó apenas la cabeza, observándola mientras hablaba con otro ejecutivo. Valentina apartó la vista.

Sin saber por qué, pensó en Lucca y se le escapó una sonrisa, pequeña, involuntaria; sintió cómo el calor subía a sus mejillas. Fue ahí cuando decidió enviarle un mensaje.

Valentina: “Gracias por el almuerzo improvisado.”
Lucca: “Gracias por la charla. No todos los días alguien me escucha quejarme del Excel sin juzgarme.”

Durante la tarde, con Alexander, cruzaron apenas un par de palabras sobre un informe.

—Corrija la cifra de ingresos del segundo trimestre —dijo él, sin levantar mucho la voz.

—Ya está hecho, señor Roth. —Su tono fue impecablemente profesional.

—Bien. —Pausa él— ¿Salió a almorzar?

Valentina se sorprendió por la pregunta.

—Sí. Fui a una cafetería nueva.

— ¿Sola?

El silencio se extendió un segundo demasiado. Ella levantó la vista, dudando si lo había imaginado.

—Sí… bueno, al principio. —Intentó sonreír.

Alexander asintió, sin mostrar emoción alguna.

—Me alegra que haya aprovechado el tiempo.

Y volvió a su computadora. Pero sus dedos tardaron más de lo habitual en volver al teclado.

El resto del día, Valentina no pudo sacarse esa escena de la cabeza. Ni la forma en que él la había mirado, ni el tono seco con el que pronunció “me alegra.”

Era absurdo pensar que le importara. Y, sin embargo, algo en su pecho lo dudaba.

Al salir del trabajo, revisó su teléfono: un mensaje nuevo.

Lucca: “¿Sobreviviste al resto del día?”
Valentina: “A duras penas.”
Lucca: “Entonces te debo un café de rescate.”
Valentina: “Hecho.”

Sonrió mientras escribía. Era una sonrisa ligera, sin tensión, sin miedo.

Hasta que, esa noche, cuando ya estaba en su cama, el teléfono vibró de nuevo. No era Lucca.

A.: “¿Quién te hizo sonreír así hoy?”

Valentina se quedó quieta. El corazón le dio un salto. Miró alrededor, como si alguien pudiera verla.

¿Cómo podía saber eso?

¿Cómo podía verla?

La pantalla siguió iluminada, esperando su respuesta. Pero ella no escribió nada. Por primera vez, no supo si el mensaje le provocaba curiosidad o miedo; y mientras el teléfono seguía brillando en la oscuridad, Valentina sintió que el juego acababa de cambiar

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