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Un Café Sin Nombre.

El reloj del pasillo marcaba las ocho y cuarto cuando Valentina llegó al piso 23, con el corazón acelerado y una sonrisa incompleta.

Tenía ojeras. No había dormido casi nada.

Entre informes, correos y las horas que pasó hablando con “A.” hasta la madrugada, el descanso se había vuelto un lujo. Pero no se arrepentía: cada noche con él valía más que cualquier sueño.

Encendió la computadora, dejó el bolso en el suelo y se recogió el cabello.

La oficina aún estaba medio vacía. Solo el aroma a café tostado llenaba el aire.

El día prometía ser largo.

Abrió su bandeja de entrada: veinte correos nuevos, tres reuniones y un recordatorio de Recursos Humanos sobre protocolo de presentación. Lo ignoró.

Antes de sumergirse en el trabajo, abrió LoveMatch.

V: “Aún sobrevivo. Apenas, pero sobrevivo.”
A.: “¿Dormiste?”
V: “¿Eso se hace? Pensé que era un mito.”
A.: “Deberías cuidar más tu descanso. Quiero que llegues viva al fin de semana.”
V: “No prometo nada.”
A.: “¿Te ayudo?”

Valentina sonrió. “A.” solía decir cosas así: dulces, protectoras, un poco misteriosas.

Parte de su encanto. Parte del motivo por el que no podía dejar de pensar en él, aunque ni siquiera sabía quién era.

Los minutos se deslizaron hasta las nueve. La oficina empezó a llenarse de murmullos y pasos. Alexander aún no había llegado.

Cuando el ascensor se abrió, él apareció: camisa azul, reloj de acero, mirada de hielo. La temperatura pareció bajar. Todos se enderezaron; Valentina también.

—Buenos días, señor Roth —saludó.

—Buenos días, señorita Vega —respondió él, sin mirarla.

Y siguió de largo.

No sabía por qué su tono la afectaba tanto. Con todos era igual: distante, preciso. Pero con ella había algo distinto. Una frialdad calculada, casi intencionada. Como si supiera exactamente cómo desconcertarla.

Se obligó a concentrarse.

Diez minutos después, un mensajero apareció con una bandeja de cartón.

—¿Valentina Vega? —preguntó.

—Sí, soy yo.

—Entrega para usted. —Le tendió un vaso de café, perfectamente cerrado, con su nombre escrito a mano en la tapa—. Viene con una nota.

Valentina frunció el ceño.

—Debe haber un error. No pedí nada.

—No, señorita, está pagado —dijo el repartidor con una sonrisa—. Que tenga buen día.

Abrió el sobre que venía con el vaso.

“Para la chica que trabaja demasiado.”

La caligrafía era limpia, inclinada, sin firma. Un escalofrío le recorrió los brazos.

Miró alrededor, buscando alguna señal de broma, pero todos estaban concentrados en sus pantallas. ¿Cómo sabía alguien que trabajaba ahí?

Tragó saliva. Nunca había mencionado su trabajo en la app.

LoveMatch no mostraba ubicaciones ni nombres. Era parte de su magia: anonimato absoluto.

Y sin embargo… ese gesto.

V: “Dime que no hiciste lo que creo que hiciste.”
A.: “Depende. ¿Qué crees que hice?”
V: “Me llegó un café a la oficina. Con una nota.”
A.: “¿Te gustó?”
V: “¿Cómo sabes dónde trabajo?”
A.: “Tengo mis métodos.”
V: “Eso no es una respuesta.”
A.: “No haría nada que te incomodara.”
V: “Eso ya lo estás haciendo.”

Esperó. Nada.

Dejó el celular boca abajo y respiró hondo.

No sabía si sentirse halagada o asustada.

El café estaba caliente, con el aroma exacto que le gustaba: avellana y un toque de canela. No era casualidad. Nadie conocía ese detalle. Solo él.

Negó con la cabeza, intentando sacárselo de la mente.

El ascensor volvió a abrirse. Alexander salió hablando con un grupo de ejecutivos. Su voz baja, firme, dominaba el espacio. Valentina intentó no mirarlo, pero sus ojos la traicionaron.

Tenía una forma de ocupar el aire que la hacía olvidar cómo respirar.

A media mañana, él se detuvo frente a su escritorio.

—Señorita Vega. —Su voz la hizo girar.

—¿Sí?

Dejó un documento frente a su teclado.

—Necesito que revise los reportes del trimestre antes del mediodía.

—Por supuesto.

Alexander bajó la vista un instante. Sus ojos se detuvieron en el vaso de café.

—¿También es entusiasta del café? —preguntó con tono neutro.

Valentina tragó saliva.

—Ah… sí. Pero alguien me lo envió.

—¿Alguien? —repitió despacio, como probando la palabra.

—Supongo que una broma.

Él no respondió. Solo alzó una ceja y asintió con ese control inquebrantable que la sacaba de quicio.

—Tenga cuidado con los regalos anónimos —dijo finalmente—. Nunca se sabe qué pueden tener.

Y se alejó.

Valentina lo siguió con la mirada.

¿Por qué esa frase sonaba más a advertencia que a consejo?

A la hora del almuerzo, el teléfono vibró.

A.: “No te asusté, ¿verdad?”
V: “Un poco. No estoy acostumbrada a que la gente sepa dónde estoy sin decírselo.”
A.: “Solo quería cuidarte. Suenas tan agotada siempre.”
V: “A veces me gustaría que fueras real.”
A.: “Lo soy. Más de lo que imaginas.”

El mensaje le dejó un nudo en el pecho. Algo en esa frase sonó demasiado literal.

Por la tarde, el cansancio empezó a pesarle. Terminó el último informe y se frotó las sienes.

Alexander había salido de la oficina un rato, pero al regresar se encerró y ya llevaba casi una hora adentro. La puerta entreabierta dejaba ver apenas su silueta, la luz del monitor, el movimiento de sus manos.

Entonces él salió. Tenía un vaso de café en la mano. Misma marca. Mismo logo. Se detuvo frente a su escritorio.

—Vi que no habías tomado tu descanso —dijo, con su tono cortés y distante—. Así que te traje uno.

Valentina lo miró, desconcertada.

—¿Para mí?

—Sí. Necesito que te mantengas despierta hasta terminar los informes. —Dejó el vaso sobre la mesa—. Sé que trabajas demasiado.

La frase la golpeó.

“Para la chica que trabaja demasiado.”

Exactamente igual.

Alexander regresó a su oficina. Valentina se quedó mirando los dos cafés sobre el escritorio. Idénticos.

Uno anónimo.

Uno de él.

Sintió la piel erizarse.

V: “¿Fuiste tú quien envió el café hace rato?”
A.: “Claro. ¿Quién más lo haría?”

El teléfono casi se le cayó de las manos. Alzó la vista.

Alexander estaba detrás del vidrio, observándola. No sonreía. Pero tampoco apartaba la mirada.

El vapor del café subía entre ambos, invisible. Un secreto flotando en el aire.

Y por primera vez, Valentina sintió que la oficina no era un lugar del todo seguro.

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