El calor de la habitación del hotel acogía a Alexander cuando encendió el teléfono desechable en la habitación continua, lejos de los oídos curiosos de Daniela. Marcó un número que no había usado en años, pero que su memoria nunca había borrado.
—¿Alyosha? —la voz al otro lado sonó como un fantasma del pasado, suave pero cargada de ironía— Ya sabía que ese número aparecería algún día.
—Necesito tu ayuda, Asrova —dijo Alexander en ruso, manteniendo la voz baja.
Un silencio. Luego una risa suave, como el roce de seda.
—Después de todo este tiempo, ¿y así me lo pides? Sin un hola, sin un ¿cómo está nuestro hijo?
Alexander cerró los ojos. La imagen de Pitri, ahora de doce años, le atravesó el pecho como siempre.
—Sabes por qué no puedo preguntar por él. Es más seguro así.
—Para ti, tal vez —Asrova suspiró— ¿Qué quieres, Alexander?
—El Chagall del Pushkin.
Una carcajada seca.
—¡Claro! ¿Por qué no el Hermitage completo mientras estamos? Dimitri te tiene bailando