El aire olía a salitre y gasolina quemada. Alexander ajustó los auriculares con dedos que ya no temblaban, aunque cada músculo de su cuerpo estaba en tensión. El Caribeño se mecía suavemente, pero él notaba el peso de la Glock 19 oculta bajo su chaqueta ligera. Johansen fumaba cerca de los contenedores, la ceniza del cigarrillo cayendo sobre la cubierta pulida.
—Tres minutos —la voz de Larsen sonó nítida en el canal cifrado—. Recuerda: necesitamos a los compradores con las manos en las piezas antes de intervenir.
Alexander no respondió. Sabía que este operativo era una trampa dentro de otra trampa. Los "compradores" que llegaban eran sicarios de la vieja red de Dimitri, pero Johansen no le había contado que Europol planeaba sacrificar a dos de sus informantes para hacer el montaje convincente.
La lancha rápida se acercó con un rugido. Cuatro hombres, camisas hawaianas demasiado nuevas, zapatos caros sin manchas de sal. El líder, el colombiano al que llamaban Cuchillo, llevaba un