Las luces estroboscópicas azules iluminaban los rostros de los tres personajes como en un cuadro expresionista, creando sombras dramáticas que se movían al ritmo de las alarmas. Alexander mantenía las manos visibles, los dedos ligeramente extendidos para mostrar que no llevaba armas, mientras el sonido metálico de docenas de botas corriendo por los pasillos de mármol de la mansión se acercaba peligrosamente. El aire frío del Báltico convertía cada exhalación en pequeñas nubes de vapor que se mezclaban con la niebla.
—Toma el Lam —dijo con voz calmada pero firme, extendiendo la pequeña pintura hacia Astrova con movimientos deliberadamente lentos—. Pero déjanos ir. Se lo debes a Pitri. —Hizo una pausa, dejando que el nombre de su hijo resonara en el aire helado—. No puedes matar al padre de tu hijo.
El efecto fue inmediato. El arma en manos de Astrova tembló visiblemente, el cañón bajando unos milímetros antes de que ella lo corrigiera con un movimiento brusco. Sus ojos verdes, norm