El Ilyushin Il-18 de Yuri descendió en picada hacia la pista abandonada, sus motores gemelos rugiendo en protesta por el abrupto aterrizaje. Las ruedas chirriaron al hacer contacto con el asfalto agrietado, levantando una nube de polvo y maleza que se mezcló con la bruma nocturna. A través de la ventanilla empañada, Alexander distinguió las luces de emergencia parpadeantes que marcaban el contorno de lo que alguna vez fue una pista auxiliar de la base militar soviética, ahora consumida por la vegetación tropical.
El olor penetrante a salitre marino y combustible quemado invadió la cabina cuando Yuri abrió la escotilla con un golpe seco. La humedad cubana, espesa como melaza, se coló inmediatamente en el interior.
— No tengo mucho tiempo —gruñó el gigante mientras se ajustaba el chaleco antibalas sobre su corpulento torso—. Hay ojos en el cielo y oídos en la tierra. Sacó un sobre lacrado con el sello de cera roja característico de Astrova—. Ella me dio esto en Tallin, antes de