En el desayuno, Alexander apareció con un aire renovado, pero Daniela notó el rastro de lápiz labial en su cuello que él no había logrado limpiar por completo.
—¿Dormiste bien? —preguntó él, sirviéndole jugo de naranja como si nada hubiera pasado.
—Como un bebé —mintió ella, partiendo un croissant con demasiada fuerza—. ¿Y tú? ¿Noche productiva?
Alexander bebió su café negro antes de responder.
El silencio que siguió fue más frío que el aire acondicionado del restaurante.
En el vuelo de regreso, Daniela miró por la ventanilla mientras Alexander revisaba documentos.
—Gracias por el viaje —dijo finalmente—. Fue... educativo.
Alexander dejó los papeles a un lado.
—Daniela, sobre anoche...
—No hace falta que expliques nada —lo interrumpió ella, fingiendo un bostezo—. Cumplimos el trato, ¿no? Tú tienes tus libertades y yo las mías.
Cuando aterrizaron en La Habana, Alexander intentó tomar su mano, pero Daniela ya estaba caminando hacia la terminal, su pasaporte nuevo ard