El Círculo Ruso de La Habana conservaba su grandeza soviética en cada detalle: altos techos con molduras doradas, paredes de mármol vetado y un enorme mosaico de Lenin que dominaba el vestíbulo principal. Alexander firmaba documentos ante la administradora, una mujer de rostro severo y pelo teñido de negro azulado, mientras Daniela observaba discretamente al niño sentado en un banco de madera tallada.
Pitri, de doce años, era un retrato vivo de Alexander a esa edad: el mismo pelo rubio ceniza despeinado, los mismos ojos azules claros que parecían analizar todo, hasta la postura erguida y alerta. Llevaba un traje parecido a un uniforme escolar impecable: camisa blanca, pantalones cortos azul marino y sostenía un libro de Julio Verne en francés.
—¿Eres la novia de mi padre? —preguntó de repente en un español con acento italiano y algunos rastros de ruso, mirando a Daniela con curiosidad científica.
Daniela, sorprendida, se sentó junto a él.
—Algo así —respondió suavemente—. ¿Tú