La casa de Santa Cruz del Norte olía a salitre y madera recién barnizada cuando llegaron al atardecer. Las olas rompían contra los acantilados a pocos metros de la terraza, un sonido constante que parecía marcar el ritmo de su nueva realidad.
Pitri recorrió cada habitación con curiosidad científica, comentando en francés, italiano y ruso las peculiaridades de la arquitectura cubana.
—Hablas más idiomas que la ONU —observó Alexander un poco exasperado, tratando de sonar casual mientras descargaba las maletas.
—Tú también —señaló Daniela — ¿Te molesta tener competencia?
El niño se encogió de hombros.
—Mamá dice que los idiomas abren puertas. Pero... —bajó la voz— nunca aprendí a montar bicicleta.
Daniela atrapó la mirada de Alexander sobre la cabeza del niño. Esa mezcla de orgullo y culpa que solo un padre puede sentir.
—Mañana te enseño —prometió Alexander con una determinación que normalmente reservaba para misiones imposibles.
—Mejor enseñame a manjar una mota.
Daniela