El aire en la habitación parecía haberse espesado después de la confesión de Alexander. Daniela lo observaba con los ojos ligeramente entreabiertos, tratando de procesar cada palabra que había salido de sus labios.
—¿Tráfico de arte? —repitió, como si necesitara escucharlo de nuevo para creerlo— ¿Y las propiedades?
Alexander se pasó una mano por el rostro, dejando al descubierto por un instante el peso de sus secretos.
—Algunas solo son fachadas para el lavado. Otras tienen bóvedas ocultas —explicó, midiendo cada palabra— Los extranjeros que se alojan allí no son simples turistas. Son coleccionistas, intermediarios... y a veces, ladrones.
Daniela sintió cómo perdía la estabilidad de su cuerpo. Se apoyó contra el respaldo del sofá, los dedos aferrándose a la tela.
—¿Y tus otras esposas? ¿Ninguna lo supo?
—No —respondió él con firmeza— Ya te lo dije, tu eres la única que ha llegado tan lejos.
Ella tragó saliva. La magnitud de lo que le estaba confiando era abrumadora. Alex