La ciudad de Zúrich despertaba bajo un cielo grisáceo, cruzado por hilos de luz que se colaban entre las nubes como un consuelo discreto. Isabella estaba en el hospital desde antes del amanecer. No había dormido mucho, pero esa noche no importaba el cansancio: algo dentro de ella le decía que hoy sería diferente.
—Ya está despierto —anunció el doctor apenas la vio entrar al pasillo.
Isabella lo miró incrédula.
—¿Mi papá?
—Despierto y respondiendo a estímulos. Lo mantenemos bajo observación, pero… puede pasar a verlo. Creo que la está esperando.
La puerta de la habitación 403 se abrió como una promesa cumplida. Isabella avanzó con pasos tímidos, como si tuviera miedo de romper la magia. Y ahí estaba él. Elías Morel.
—Hola, hija —susurró con la voz más frágil, pero con los ojos más lúcidos que ella había visto en meses.
—Papá… —Isabella se acercó, tocó su mano con devoción—. ¿Puedes hablar? ¿Me recuerdas?
—¿Cómo olvidaría a mi hija? Has estado aquí todos los días, ¿verdad?
Las lágrimas