—¡Papá, mira! ¡El robot está bailando!
Alex dejó el maletín en el suelo, sin siquiera quitarse el saco, y corrió hasta la sala donde su hijo de cuatro años y medio lo esperaba, con las mejillas sonrojadas y el cabello despeinado por horas de juego.
—¿Lo programaste tú? —preguntó Alex, divertido.
—Sí. Mamá me enseñó los comandos de voz y Parker me ayudó con el algoritmo del movimiento.
—¿Parker vino hoy?
—¡En videollamada! Pero me dijo que cuando sea grande puedo trabajar con él.
—Tendremos que hablar de eso en unos años. —rió Alex.
—¿Y mamá? —preguntó, notando que no estaba en la sala.
—En el laboratorio. Dijo que tenía algo importante que mostrarme.
—¿Otra sorpresa?
—Parece que sí.
El niño asintió, serio como su padre, y volvió a enfocarse en su robot.
Alex subió las escaleras de la casa. El segundo piso había sido transformado en un pequeño laboratorio personal para Isabella. Una mezcla de hogar y ciencia, con paredes blancas cubiertas de pizarras, estanterías llenas de equipos y un