El Filo del Deseo

Un auto rosa, brillante, imponente se detuvo frente a las puertas de cristal del edificio CriptoWhite, sede del imperio financiero y uno de los más poderosos del país. Las puertas del vehículo se abrieron lentamente, descendiendo de el: ¡Rubí! Envuelta en un vestido carmesí que parecía hecho para pecar y ser admirado.

Cada paso suyo resonaba con fuerza proveniente de los tacones sobre el mármol. Un guardia abrió la puerta principal; los demás, vestidos de negro, la siguieron como una escolta silenciosa. Joyas exuberantes, perfume caro, una sonrisa calculada. Todo en ella gritaba ¡Lujo, poder y peligro!

Los empleados que la veían pasar desviaban la mirada, sin saber si contemplaban a una inversionista o a una trampa.

En la recepción, la secretaria de Aiden, una mujer elegante y precisa revisó su portátil y asintió con una cortesía controlada. —El señor White la espera. Puede pasar.

Rubí esbozó una sonrisa que rozaba la insolencia. Caminó hacia la puerta de cristal esmerilado con el nombre “CEO Aiden White” Grabado en metal dorado. Se detuvo un instante, se ajustó el escote con una lentitud medida y empujó la puerta.

El despacho la envolvió en una atmósfera de lujo y dominio: paredes de vidrio con vistas a la ciudad, una estantería de madera oscura, arte minimalista y una fragancia a whisky y poder masculino flotando en el aire.

Aiden White levantó la vista de su pantalla. Era tan impecable como los rumores decían: traje oscuro, reloj de platino, mirada que analizaba sin piedad. Se puso de pie y extendió la mano. —Señorita Rubí, bienvenida. —Su voz era grave, templada, de las que erizan la piel y se quedan tatuadas en ella.

Rubí no respondió de inmediato. Dio un paso al frente, lo observó como si lo midiera con los ojos, y en lugar de estrechar su mano, lo abrazó con un movimiento suave, casi felino. Sus labios rozaron su mejilla, tan cerca que el roce dejó una huella invisible, un suspiro entre la piel y el deseo reprimido. —Un placer, señor White —susurró junto a su oído, con la voz impregnada de insinuación.

Aiden no retrocedió, pero su cuerpo se tensó levemente. El gesto fue mínimo, pero suficiente. Rubí lo notó.

—Está incómodo —murmuró, más para sí misma—. “Rubí, sé más provocativa. No te contengas. Él no caerá con sutilezas… haz que te mire como si fueras una inversión que no puede rechazar.”

Una sonrisa traviesa se dibujó en sus labios. Dio un paso atrás, cruzó una pierna sobre la otra y se dejó caer en el sillón frente al escritorio, con una elegancia peligrosa. —He venido a hacerle una propuesta, señor White —dijo, acariciando con la punta de los dedos la carpeta que traía consigo—. Pero no una propuesta cualquiera… esta podría ¡Aumentar sus ganancias tanto como sus placeres!

Aiden arqueó una ceja. Su expresión permanecía controlada, pero en el brillo de sus ojos había una chispa de curiosidad, o tal vez de advertencia. —Eso suena… ambiguo —respondió con calma—. Le recomiendo elegir mejor sus palabras en este edificio, señorita Rubí. Aquí, los placeres suelen ser desechados. Esto es una empresa de inversión y no un burdel barato.

Rubí sonrió sin miedo. Como si Aiden lograra descifrar la esencia de Rubí. —Lo sé. Por ello he venido dispuesta a pagarlo todo. ¡A entregarlo todo!

En la pantalla del despacho de Andrea, la imagen de su esposo y la mujer de rojo se convirtió en un duelo silencioso. Andrea respiró con dificultad, sintiendo una mezcla contradictoria de placer, miedo y una punzada de celos que no esperaba.

Rubí se inclinó hacia adelante, su escote se hizo más pronunciado y tentador con la mirada fija en Aiden. La falda se deslizó apenas unos centímetros, revelando lo suficiente para distraer incluso a un santo.

Sus labios, pintados con un tono vino profundo, pronunciaban cada palabra con una cadencia que parecía calculada para alterar el pulso. —Estoy segura de que mi propuesta le interesará, señor White —susurró—. Es… innovadora, arriesgada, y muy… rentable.

Aiden la observó en silencio. Su rostro permanecía impasible, pero en su mente la alarma se encendía. —“Demasiado perfecta. Demasiado directa”

Aun así… había algo en esa mujer que lo inquietaba. Era hermosa, sí, de una belleza escultural y peligrosa, pero en su forma de moverse, en la forma en que cada palabra salía de su boca, había una falsedad pulida, como si siguiera un guion.

Pensó en Andrea. En su obsesión por controlar cada aspecto de su vida. —¿Y si era esto otra de sus pruebas? ¿Otra manera de ponerme bajo sospechas?

—acomódese —dijo por fin, señalando el contrato sobre la mesa—. ¿Si realmente desea invertir en CriptoWhite? Tendrá que firmar primero este documento de confidencialidad.

Rubí lo miró fijamente, percibiendo la distancia fría que se levantaba entre ellos. Fingió un gesto coqueto, tomó la pluma y la deslizó entre sus dedos antes de firmar con una sonrisa.

—Listo. —Dejó la pluma sobre la mesa, inclinándose hacia él—. Y ahora que ya soy oficialmente parte de su mundo… ¿Qué tal si lo celebramos? Una cena. Donde usted desee. Sin límites. ¡Sin remordimientos!

Aiden se recostó contra el respaldo de su silla, la mirada fija en ella. El aire entre ambos era denso, casi eléctrico. Durante un instante, Rubí creyó que lo había logrado.

Pero entonces, su voz llegó como un golpe de hielo. —No ceno con inversionistas.

—¿Nunca? —preguntó ella, provocándolo con una sonrisa lenta y peligrosa.

—¡Nunca! Menos con mujeres que convierten un negocio en un juego. No es por ofenderla, pero soy casado y mi esposa me espera cada noche para cenar.

La sonrisa de Rubí se quebró apenas un segundo. Sus ojos se tornaron turbios por el orgullo herido. —¡Es una lástima! Hubiera sido… ¡Interesante! Aunque espero que cambie de opinión un día cualquiera y no importa la hora. ¡Siempre estaré disponible para usted señor White!

Se puso de pie con una elegancia calculada. Caminó hacia él, fingiendo una despedida cordial, pero en el último instante se inclinó sobre el escritorio. Sus labios rozaron los suyos, una caricia fugaz, húmeda, apenas un soplo.

El tiempo pareció detenerse. El corazón de Rubí latía desbocado, esperando que él correspondiera. Pero Aiden se apartó con brusquedad. Su voz fue firme, contenida, peligrosamente baja. —No vuelva a hacer eso. ¡Nunca más!

—Yo solo…

—No finja. Usted sabe exactamente lo que hizo.

El silencio cayó como una losa. Rubí sintió la vergüenza arderle en la piel, pero también una chispa de deseo rebelde. Lo había tocado, y eso significaba que algo en él había temblado.

Para ese entonces, la puerta se abrió. El sonido metálico de los tacones anunció la entrada de una mujer. ¡Marlene! La nueva secretaria, con un cuaderno en la mano y la mirada precisa de quien sabe más de lo que aparenta. Se detuvo en seco.

El aire todavía olía a perfume y tensión. Los labios de Rubí aún estaban cerca de los de Aiden. Por un segundo eterno, tres miradas se cruzaron: la de Rubí, desafiante; la de Aiden, helada; y la de Marlene, que ocultaba tras sus ojos oscuros una mezcla de sorpresa y cálculo.

—Disculpe la interrupción, señor White —dijo Marlene con voz neutra, aunque una ligera curva en sus labios la traicionó—. No sabía que estaba… ocupado.

Aiden se recompuso de inmediato, acomodando su corbata. —La reunión ha terminado, señorita Rubí. Gracias por venir.

Rubí asintió, pero antes de marcharse, sus ojos se deslizaron hacia Marlene con una media sonrisa cargada de desafío. Sabía que había dejado huella. Sabía que, aunque la rechazara, Aiden la recordaría.

Cuando la puerta se cerró tras ella, Aiden exhaló con fuerza, llevándose la mano al rostro.  

—¿No cree que ella estaba demasiado cerca señor, White? —dijo Marlene con un tono de celos en su voz.

Aiden la tomó por la cintura, como si no fuese la primera vez. Como si ellos ya no fueran dos desconocidos. —¡No! Fue un atrevimiento de parte de ella, pero sabes que eres la única mujer aparte de mi esposa, a la que quiero en mi cama. ¿Verdad?

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