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Capítulo 3- BAJO LAS REGLAS DEL MAGNATE

El día comenzó con un café frío y una noticia que no pedí.

La señora Lefebvre me llamó a su oficina con ese aire de “esto no es negociable”. Desde el ventanal, la luz entraba dura, reflejando en las esculturas que ella tanto adoraba. Yo aún tenía la cabeza llena de bocetos, y el corazón… de cierta arrogancia con nombre y apellido: Ethan Carter.

—Alice —comenzó, cruzando las manos sobre el escritorio—. El señor Carter solicitó una asistente que conozca el manejo de aqui,  mientras  abre la galeria  en París. Y como comprenderas el ahora es el accionista mayoritario de esta galeria, y no me puedo negar.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunté sin rodeos.

—Quiere que seas tú —dijo, como quien deja caer una bomba con elegancia.

Tragué saliva.

—¿Perdón? —mi voz sonó más alta de lo que esperaba.

—Le ofrecí a Annalise, pero insistió en ti. Dijo que entiendes de arte. Que eres… la adecuada.

El corazón me dio un vuelco. No supe si reírme o gritar. ¿Ethan Carter pidiendo mi ayuda como asistente? Ese hombre que jugaba con el poder como si fuera un deporte. Ese que se alimentaba de control y que me había hecho sentir invisible y deseada al mismo tiempo. Todos estos dias.

—Con todo respeto, madame Lefebvre, yo no trabajo para hombres así. —Mi tono fue tan firme que incluso a mí me sorprendió.

Ella arqueó una ceja.

—Te aconsejo que lo reconsideres, querida. Este negocio no es amable con los orgullosos… y Carter paga lo suficiente como para comprar tu silencio. O tu tiempo. Ademas conoceras Paris.. Asi que ve al Hotel Empire que tu nuevo jefe te espera.

Me quedé helada.

Salí del despacho con la sensación de que algo dentro de mí acababa de romperse. No sabía si era mi tranquilidad… o mi independencia.

El ascensor del hotel Empire se cerró tras de mí con un suave clic. En el reflejo del metal pulido, mi rostro mostraba lo que no podía decir: nervios y rabia contenida.

Él estaba allí, esperándome en el lobby. Traje oscuro, reloj dorado, una taza de espresso en la mano y esa mirada arrogante que podía desarmar a cualquiera.

—Buenos días, señor Carter. —Forcé la sonrisa.

—Alice. —Su voz me envolvió como un abrigo caro—. Me alegra que aceptaras.

—No acepté. Me asignaron —corregí.

—Detalles —sonrió—. Lo importante es que estás aquí.

Su sonrisa era un arma. Y sabía usarla.

—Te explicaré las reglas —dijo, caminando hacia los ventanales—. Yo soy exigente. Puntualidad, precisión y… silencio cuando sea necesario.

—Perfecto, no suelo hablar con hombres que creen que el mundo gira a su alrededor.

Él giró hacia mí, con una sonrisa que parecía de peligro.

—Por eso te elegí, Alice. Porque no te intimido.

No respondí. Solo lo miré, intentando mantenerme firme, aunque por dentro algo se revolvía, una corriente eléctrica que no podía ignorar.

Durante el día, me pidió organizar reuniones, revisar invitaciones para la exposición y seleccionar las obras más impactantes. Me observaba todo el tiempo. Cada movimiento, cada respiración.

Cuando pasé junto a él, su perfume me envolvió —ámbar, madera, deseo—, y el mundo pareció girar más lento.

—¿Te incomoda que te mire? —preguntó, sin apartar la vista.

—Me incomoda que crea que puede hacerlo sin mi permiso.

—Tienes razón —susurró, acercándose—. Pero no puedo evitarlo.

Sentí cómo el aire se me escapaba. No era una frase más. Había verdad en su tono. Y peligro.

Pasaron las horas entre reuniones, silencios prolongados y miradas que decían más que las palabras. Hasta que al caer la tarde, en el salón principal del Empire, mientras ajustábamos la iluminación de las pinturas, él se acercó por detrás.

—Esa pieza… —susurró cerca de mi oído— es como tú. Hermosa. Pero te niegas a que alguien te observe demasiado.

Me giré, dolida, sorprendida, nerviosa.

—Será Porque no soy una pieza de colección de nadie, señor Carter.

El silencio se alargó. Y por primera vez, vi algo en sus ojos que no era arrogancia. Era… deseo. Real. Puro. Contenido.

Pero antes de que pudiera decir algo más, su teléfono sonó.

Una voz femenina al otro lado. Risa. Complicidad.

Supe, en ese instante, que el solo queria jugar conmigo.

Y yo, que no sabía si quería jugar… o salir corriendo.

> “Mientras él hablaba con esa mujer al otro lado del teléfono, yo comprendí algo: Ethan Carter no era un hombre que se conformara con una mirada. Era un estratega. Y yo… acababa de entrar en su mundo, pero pensaba convertirme en parte de sus planes.

Las siguientes dos semanas fueron una coreografía precisa de tensión y deseo.

Él se comportaba como si el mundo fuera su escenario y yo, su distracción favorita.

Cada mañana llegaba antes que yo, con los informes listos, el traje impecable, el café perfecto. Y cada vez que hablaba, el espacio se volvía pequeño, insuficiente para tanto magnetismo.

A veces me miraba sin decir palabra.

A veces sonreía como si supiera en qué pensaba.

Y a veces, simplemente me ignoraba, lo cual era aún peor.

No podía descifrarlo. Y lo odiaba por eso.

Aquella tarde revisábamos las obras que viajarían a Paris. El ambiente era denso, cargado de silencio y energía contenida.

Yo tomaba notas, fingiendo concentración, cuando él se acercó, lento, decidido.

—No deberías esconderte detrás de las palabras, Alice —dijo, sin mirarme directamente.

—No lo hago.

—Sí lo haces. Cada vez que te hablo, te proteges. Como si temieras que te vea de verdad.

Dejé el bolígrafo sobre la mesa.

—¿Y si no quiero que me vea?

—Demasiado tarde —susurró.

Sus dedos rozaron apenas el papel, tan cerca de mi mano que el contacto me estremeció. No fue un roce físico. Fue… eléctrico.

Me alejé.

—Esto es trabajo. No juego.

—¿Y quién dice que no se pueden mezclar? —replicó, con esa sonrisa que desarma.

—Yo.

Él rió, esa risa profunda, como un rugido contenido.

—Lo sabía. Te asusta lo que puedes sentir.

No supe qué responder.

Porque tenía razón.

Me asustaba. Me asustaba cómo un solo gesto suyo podía alterar mi respiración. Cómo mi cuerpo lo reconocía antes que mi mente. Cómo, en mis sueños, su voz aparecía incluso cuando intentaba olvidarlo.

Esa noche, mientras revisábamos el catálogo de los coleccionistas, él dijo:

—Acompáñame a cenar.

—No puedo.

—No te estoy preguntando si quieres, Alice. Es una cena de trabajo. Y mi asistente debe acompañarme.

—Trabajo. Claro —murmuré, sabiendo que era mentira.

El restaurante era un rincón elegante en pleno Manhattan. La música suave, el vino francés, la conversación cuidadosamente medida.

—¿Por qué no confías en nadie? —preguntó de repente.

—Porque las personas cambian cuando tienen poder.

—¿Y yo? —preguntó, mirándome directamente.

—Usted no cambia, señor Carter. Usted es el cambio que los demás temen.

Él sonrió.

—Entonces deberías temerme tú también.

—Ya lo hago.

El silencio que siguió fue tan intenso que podía oír los latidos de mi corazón.

Salimos del restaurante. Manhattan brillaba en su máxima expresión. Las luces,  el sonido lejano de un saxofón.

—Alice —susurró, acercándose—. No estoy acostumbrado a que me desafíen… y menos a que me gusten las que lo hacen.

Antes de que pudiera responder, me tomó de la mano.

Solo un segundo.

Solo un instante en el que el mundo se detuvo.

Y luego, como si nada, la soltó.

—Hasta mañana, señorita Miller — la veo en el Aerpuerto para nuestro viaje a Paris. Sonrió, volvió al auto y desapareció entre las luces.

Me quedé allí, sola, con el corazón desordenado y una pregunta ardiendo dentro:

¿Qué pasa cuando el hombre que más odias comienza a ser el único que puede tocar tu alma?

> “Prometí no enamorarme, y mucho menos de un hombre como él. Pero esa noche, bajo el cielo de Manhattan, supe que las promesas también se rompen… con solo una mirada.”

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