No recordaba la última vez que había sentido paz. La galería estaba llena de gente, de colores, de arte que parecía gritarle vida, pero yo… seguía roto. Mis pasos resonaban en el piso de madera del pasillo del hospital cuando llegué a su habitación —habían pasado meses— y al entrar sentí como si todo el ruido interior se apagara de golpe.
Alice. Mi esposa. Mi amor suspendido en el tiempo.
El monitor marcaba su respiración lenta y constante. La luz tenue caía sobre su rostro y por un momento pensé que dormía profundamente… como siempre. Me acerqué despacio, arrastrando la silla hasta quedar frente a ella. Había algo distinto en su expresión, aunque no sabía qué. Tal vez era yo quien había cambiado.
Saqué la carta que me dejó la ultima vez que la vi despierta.. La había leído tantas veces que podía recitarla de memoria, pero leerla en voz alta frente a ella era distinto. Cada palabra era un puñal suave, silencioso… necesario.
—Hoy la leeré otra vez —susurré y mi voz sonó ajena, desgast