Desperté con un dolor que no se sentía en el cuerpo, sino en el pecho… como si hubiera dormido con una piedra enterrada bajo las costillas.
Abrí los ojos y la habitación estaba bañada por la luz suave del amanecer. Richard dormía enredado en su manta azul, con su osito de peluche aplastado contra la cara. Alhara, en su cunita blanca al lado de mi cama, respiraba con ese sonido leve, casi musical, que tienen los bebés cuando duermen seguros.
Y ahí estaba la primera estocada.
Seguros… pero sin Alice.
Me quedé mirándolos mucho tiempo. Demasiado. Cada vez que cerraba los ojos veía lo que había pasado anoche. Una piel que no era la de mi esposa, el aroma que no era de Alice, el estúpido whisky adormeciendo mi criterio, mis valores, mi lealtad.
Todavía podía sentir los labios de Melissa como una quemadura en la boca.
¿Cómo pude?
Era domingo. Sentía que si veía a Alice esa mañana, sus ojos —aunque cerrados— podrían atravesarme y descubrirlo todo. Y yo… no estaba listo para enfrentar su jucio