Ese lunes amanecí con el pecho lleno de esperanza.
Hoy —lo sabía, lo sentía en la piel, en los huesos, en la sangre— volvería con mi esposo y mis hijos. Volvería a mi vida, a mi hogar. A mis risas. A mi Ethan.
Me levanté más temprano que de costumbre. Pedí a Samuel, y a dos enfermeras más, que me ayudaran a verme presentable. Quería que Ethan me viera no como una paciente… sino como su mujer.
El sol entraba por la ventana, cálido, casi suave, como si Dios hubiese decidido acariciar mi piel después de tanto tiempo. Me pusieron un vestido beige sencillo, pero hermoso; zapatos planos, nada de tacones, todavía me mareaba un poco al estar de pie. Mi cabello, que ya no era tan largo como antes, caía ligero sobre mi cuello. Me sentía diferente, pero viva. Con brillo. Con propósito. Con amor.
—Respiras felicidad —me dijo Samuel con una sonrisa noble.
Yo solo respondí abrazándolo con la gratitud que las palabras no alcanzaban.
10:00 AM.
Me dijeron que Ethan solía llegar a esa hora.
Yo esperé