Capítulo 4- TREGUA EN PARIS

El sonido del motor negro que se detuvo frente a mi edificio rompió el amanecer gris del Upper West Side. Eran las  ocho en punto.  lo que llamo Puntualidad quirúrgica. El chofer bajó con una sonrisa educada, abrió la puerta trasera y con una sonrisa muy amable me dio los buenos dias.

—Señorita  Miller, el Señor Carter la espera.

Mi estómago dio un vuelco. No sabía qué me inquietaba más: volar a París o pasar tanto tiempo junto a Ethan Carter, ese hombre que lograba alterar cada célula de mi calma. me aferre a mi abrigo beige, guarde mi  pasaporte en la cartera y subí al auto intentando convencerme de que era solo trabajo. y todo estaria bien.

El camino al aeropuerto fue un silencio elegante. Nueva York se desperezaba bajo una llovizna tenue, mientras yo repasaba mentalmente cada cosa que debía hacer en la galería de París. Cuando el vehículo se desvió hacia un área privada del aeropuerto, lo entendí: un jet privado. Por supuesto. Ethan Carter no conocía otra forma de viajar.

El hangar olía a metal y exclusividad. Y allí estaba él.

Apoyado en el fuselaje, con una camisa blanca remangada hasta los antebrazos, un traje gris que se amoldaba como si la tela misma lo adorara y ese aire de calma contenida que exudaba poder. Cuando levantó la mirada y me vio, sonrió apenas, esa sonrisa que no llega a los labios pero incendia la atmósfera.

—Pensé que te habías arrepentido —dijo con voz baja, como si supiera exactamente el efecto que producía.

—Lo consideré —respondí, sin mirarlo demasiado.

Subí las escaleras del jet fingiendo una seguridad que no sentía. Dentro, todo era blanco, minimalista, con aroma a madera y champagne caro. Me acomodé junto a la ventana, pero él me pidió con un gesto sutil:

—Siéntate a mi lado, será más fácil revisar los bocetos del proyecto.

Mentira piadosa.

No abrió ni un solo documento.

Durante el despegue, la tensión era un hilo invisible entre ambos. Sentí su mirada recorrerme con una discreción estudiada, como si cada detalle de mi vestido azul marino fuera parte de una obra que analizaba en silencio. Yo, en cambio, intentaba no notar cómo su perfume —notas de ámbar y vetiver— se mezclaba con mi respiración.

—¿Champagne? —me ofreció, inclinando apenas la copa hacia mí.

—Merci —respondí, en un francés torpe.

Él sonrió con una leve ironía. —Tu acento tiene algo… encantador.

Bebí despacio, observando cómo las nubes se abrían bajo nosotros. El silencio era elegante, cómodo incluso. No había juegos ni provocaciones, solo ese magnetismo silencioso que era peor.

A mitad del vuelo, lo sorprendí mirándome.

—¿Qué? —pregunté, apenas un hilo de voz.

—Nada… solo intento entender en qué momento decidiste esconder lo que eres.

Su frase me atravesó.

—No todos tenemos el lujo de mostrarnos siempre —repliqué.

—Yo diría que ese es el verdadero lujo, Alice. Ser uno mismo sin pedir permiso.

No supe qué responder. Él volvió la vista hacia la ventana, y yo, hacia dentro.

Cuando aterrizamos en París, el cielo estaba cubierto por un velo dorado. El aire tenía ese perfume imposible que solo tiene esta ciudad: mezcla de historia, café recién molido y promesas rotas.

Nos esperaba una limusina negra. Durante el trayecto, el Sena brillaba a lo lejos, y las calles parecían suspirar arte.

—Bienvenue à Paris —dijo Ethan, y por primera vez su voz sonó más suave, casi cálida.

Llegamos al Hôtel Le Meurice, frente al Jardín de las Tullerías. Mármol, espejos dorados, flores frescas y un personal que se movía con precisión de reloj suizo.

—Tu habitación está junto a la mía —anunció, entregándome una llave metálica con mi nombre grabado.

El ascensor subió lento, y en el reflejo del espejo vi su mirada recorrerme otra vez. No con deseo… con algo más complejo.

Al llegar al pasillo, me detuve.

—No estoy aquí para ser parte de sus juegos, Señor Carter.

—¿Quién dijo que esto es un juego? —susurró, inclinándose apenas—. París no siempre es lo que imaginas, Alice. A veces… solo quiere mostrarte lo que niegas ver.

No dormí esa noche. París latía bajo mi ventana, y algo en mí también.

“A veces, rendirse no es perder… es empezar a sentir.”

El día siguiente comenzó con el sonido distante de la lluvia golpeando los cristales. Desayunamos en silencio, él revisando correos, yo fingiendo interés en la mantequilla. Luego, un auto nos llevó a la nueva galería que Ethan había adquirido: La Galerie D’Orsay, un edificio restaurado con columnas de mármol blanco y un tragaluz que parecía bendecido por Dios mismo.

El personal nos recibió con respeto reverencial.

—Monsieur Carter, tout est prêt —anunció la curadora.

Él asintió y me miró. —Camina conmigo. Quiero tu opinión.

Era un gesto profesional, pero el tono no. Mientras avanzábamos por las salas vacías, cada eco de nuestros pasos resonaba entre las esculturas cubiertas con lienzos blancos.

—¿Qué sientes? —preguntó, deteniéndose frente a una pintura inconclusa.

—Que falta vida —respondí.

—Exacto. Por eso te pedí venir. París necesita sentirte.

Sus palabras me desconcertaron. “Sentirte.” No “ver tu trabajo”, no “evaluar el arte”.

Salimos cuando la tarde caía, y París comenzaba a iluminarse con ese resplandor que solo pertenece a los que se atreven a amar. Yo tenía un dolor de cabeza feroz, mezcla de cansancio y confusión. En el hotel me excusé para descansar.

Una hora después, tocaron la puerta. Una camarera dejó una bandeja con cena, una copa de vino, unos analgesicos,un pequeño sobre y algo más: una diminuta bandera blanca.

Abrí la nota.

> “Estaremos varias semanas en París. Será mejor una tregua.

—E.”

Reí entre incredulidad y ternura. Era tan él: altivo y encantador, incapaz de pedir perdón de forma directa, pero hábil para hacerlo sin palabras.

Tomé la pequeña bandera, la llevé a mi pecho y me dejé caer sobre la cama. Afuera, la ciudad titilaba, y el sonido lejano del Sena parecía arrullar mis pensamientos.

Me serví una copa, respiré y me permití sonreír. Una tregua. Quizá, solo quizá, París sería el lugar donde por fin bajaría la guardia.

Pero justo cuando el sueño comenzaba a vencerme, mi teléfono vibró. Un mensaje de Ethan:

> “Espero te sientas mejor y hayas disfrutado tu cena”

Mi corazón se detuvo de incredulidad, ¿Realmente se estaba preocupando por mi?

Ethan:

“No hay treguas en la guerra del deseo.” pense mientras escribia la nota para Alice.

El reloj marcaba las nueve y media cuando escuché el sonido lejano de su puerta cerrarse. Imaginé a Alice quitándose los tacones, soltando ese cabello que parecía una cascada dorada bajo la luz del hotel. Podía verla, aunque no estuviera frente a mí. París tenía el don de volver todo posible… incluso lo que uno no debía imaginar.

Me serví un whisky, dejé que el hielo se derritiera con la lentitud de quien no quiere aceptar lo que siente.

La tregua. Esa maldita palabra que había escrito en la nota con más ironía que sinceridad.

No era una tregua.

Era una estrategia.

Mi madre siempre decía que el amor era un lujo que los Carter no podían permitirse. Pero cada vez que Alice me miraba con esa mezcla de orgullo y vulnerabilidad, mi apellido pesaba menos. Había planeado aquel viaje con precisión quirúrgica. Cada movimiento, cada gesto, cada palabra. Sabía que París era la ciudad perfecta para borrar las líneas entre el arte y el deseo.

La quería cerca.

Quería entender qué había en ella que me desarmaba de una forma tan humillante y exquisita.

Apagué las luces del salón y me quedé frente al ventanal. Afuera, el Sena brillaba como una cinta líquida de oro bajo la luna. En la habitación contigua, ella debía estar leyendo mi nota, tal vez sonriendo con esa sonrisa que no mostraba a nadie.

Una tregua.

En realidad, era el comienzo de una conquista silenciosa.

No buscaba solo su cuerpo. Quería su alma, su atención, su mundo entero orbitando en el mío.

La vi por primera un año atrás, en aquella exposición donde hablaba de arte con la pasión de quien todavía cree en algo puro. Era diferente a las mujeres que me rodeaban, y la odié por eso. Porque me recordó quién era antes de convertirme en lo que todos esperaban de mí. y me obsesione con tenerla.

Y ahora estaba allí, en París. Conmigo.

El destino —o mi arrogancia— había hecho el resto.

Apoyé la frente contra el vidrio frío y exhalé.

No era solo deseo. Era esa necesidad absurda de verla derribar mis muros sin darse cuenta.

Mañana empezaríamos con las sesiones en la galería. Quería observarla trabajar, ver cómo el arte se convertía en extensión de sus emociones. Tal vez ahí, entre colores y silencios, encontraría la grieta por donde entrar.

No había espacio para el error.

Tenía 30 días para enamorarla.

treinta días para hacer que olvidara todo lo que creía saber sobre mí.

Mi teléfono vibró. Un mensaje.

estoy mejor- Gracias por los analgesicos, la cena y......

su mensaje, me arrancó una sonrisa. Apagué el celular y volví a mirar hacia su ventana. La luz seguía encendida.

París respiraba entre nosotros.

Alcé mi copa, como si brindara con la noche.

—À la guerre, comme à la guerre —susurré.

En el amor, como en la guerra, las treguas son solo parte del plan.

Y mientras la luna se reflejaba sobre el Sena, supe con absoluta certeza que el verdadero peligro no era que Alice se enamorara de mí.

Era que yo terminara perdiéndome en ella.

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