El pasillo hacia la Unidad Neonatal es el más largo que he caminado en mi vida. Cada paso pesa como si llevara una cadena en el pecho. Mis manos todavía tiemblan —no sé si por los restos de adrenalina del quirófano, por el miedo, o por la imagen que no puedo sacarme de la mente: Alice agotada, débil, con la voz apenas un susurro cuando me dijo “cuida de ella, Ethan”.Esas palabras se me clavaron como un hierro caliente.
La enfermera abre la puerta, y el olor característico de ese lugar —mezcla de desinfectante, máquinas y vida suspendida por hilos— me golpea el alma.
Me conducen a través de incubadoras alineadas, cada una con un mundo diminuto luchando por existir. Nunca había sentido cómo un corazón puede romperse y mantenerse latiendo al mismo tiempo.
Hasta que la veo. Mi hija. Nuestra Alhara.
Pequeña. Tan pequeña que parece que si respiro muy fuerte podría desvanecerse. Su piel es rosada pero frágil como papel, su pecho sube y baja con un esfuerzo que debería ser ilegal para alguien