No existe sonido más poderoso que el llanto débil de un hijo.
No existe miedo más grande que escuchar ese llanto envuelto en cables, alarmas y batas verdes.
Ese fue el día en que mi mundo —partido en dos por el dolor y el amor— respiró dentro de un quirófano.
El reloj marcaba las 10:14 a.m. cuando los monitores comenzaron a pitar más rápido debido a la presión de Alice. Yo estaba sentado a su lado, vestido con la bata quirúrgica azul, guantes que sudaban, y una calma que solo Dios podría sostener. Ella parecía frágil… etérea… pero sus ojos tenían la determinación de una reina que está por dar vida aunque el reino esté ardiendo.
—Estoy aquí, amor —le susurré, acariciando su frente fría, tratando de ser el ancla que merecía.
Ella respiraba lento. Muy lento.
Esa respiración que parece un hilo, pero es un hilo de acero.
El anestesiólogo anunció:
—Damos inicio a la intervención. Epidural completa. Signos vitales estables. Procedemos.
Mi corazón no estaba estable.
La sala era blanca. Estéri