La luz de media mañana entraba suavemente por la ventana de la habitación. Todavía me sentía débil, pero el dolor en el abdomen ya no latía con tanta fuerza.
La puerta se abrió despacio y sonreí, aliviada, al ver a Diogo entrar con su tranquilidad habitual, llevando una bolsita en la mano.
—Te traje la merienda, y tranquila, el doctor dio el visto bueno —dijo, dejando todo sobre la mesita al lado de la cama.
—Debería haberte conocido antes, ¿sabes? —bromeé, intentando aliviar el peso que sentía en el pecho.
Él tiró de la silla y se sentó a mi lado, sonriendo ligeramente.
—¿Cómo te encuentras