87. Donde los perros mueren.
Narra Lorena.
El olor a humo barato se mezcla con el sudor, el alcohol derramado y la música vomitada por los parlantes rotos. Estoy de pie detrás de la barra, pretendiendo limpiar vasos astillados mientras mis ojos recorren el lugar en busca de amenazas, de caras nuevas, de movimientos extraños. Aquí abajo, la paranoia no es un defecto; es lo que te mantiene viva.
La pelirroja, Roxy se hace llamar, se acerca con una bandeja de cervezas temblorosas, mascando chicle como si quisiera romperle el cuello.
—¿Te enteraste? —me dice en voz baja, lanzando una mirada rápida hacia las mesas—. El tipo que manejaba el muelle... el gordo Marlow... muerto.
—¿Muerto? —repito, limpiando otro vaso con un trapo que huele peor que la basura de la cocina.
Roxy asiente, tragándose el chicle de un tirón.
—Y no fue cualquiera. Fue el Rey. —susurra la palabra con un respeto que no le he visto ni por su propia madre—. Ruiz. El maldito Ruiz.
Mi estómago se revuelve, pero sonrío como si no supiera de quién demo