Narra Lorena.Todo huele a óxido, pólvora vieja y miedo.El almacén abandonado es un monstruo dormido, lleno de esquinas rotas y ecos sucios de otras épocas.Camino despacio, con las botas levantando polvo que me pica en la nariz. Detrás de mí, tres de las chicas revisan las cargas.—¿Estás segura que va a venir? —pregunta Clarita, cargando una escopeta como si fuera un ramo de flores.Sonrío, porque la duda ya no tiene lugar aquí.—Más segura que de que esta ciudad apesta —le contesto, sacando de mi chaqueta un paquete de explosivos improvisados.La bomba canta suavemente en mis manos, como un corazón pequeño y cruel. Nos movemos rápido.Trampas caseras, cables que parecen parte del desorden.Rutas de escape marcadas solo para nosotras.Todo calculado.Todo listo para recibir al Rey Herido, al idiota, al ser más despreciable.Me acerco a una de las ventanas rotas y miro hacia la calle oscura.No hay ruido, pero sé que está cerca.Puedo oler su odio en el viento, ese hedor a renco
Narra por Ruiz.La puerta del almacén se abre con un chillido agónico, como si el edificio mismo supiera que la muerte viene de visita.Entro primero, porque soy el único que puede darse ese lujo. Detrás de mí, mi gente, un par de docenas de perros fieles, armados hasta los dientes, con caras de querer morder a alguien.Huelo el aire: sudor rancio, pólvora, miedo fresco.Mierda.Esta no es una emboscada cualquiera. Esta es una puta obra de arte.Sonrío, porque soy un cabrón que ama el arte.—Muévanse, carajo —gruño, y la jauría se dispersa, cubriendo flancos, asegurando zonas.Doy dos pasos más y entonces...¡PUM!Una carga casera revienta a la derecha, lanzando esquirlas y mugre como una escupida infernal.Uno de los nuevos, un idiota que apenas sabía sostener su rifle, vuela como muñeco de trapo, dejando un rastro rojo en el aire.Me agacho por instinto, carcajeándome.—¡Bienvenida a la puta fiesta! —grito, mientras las luces parpadean y otra explosión retumba cerca.Disparos.G
El rumor corre más rápido que un disparo en la noche.En las esquinas, en los bares mal iluminados, en los callejones que huelen a orina y desesperación: Ruiz está cazando, y esta vez no hay agujero que se le resista.“La Herida Abierta”, un bar pequeño, donde la humedad gotea de las paredes como sudor frío. Tres hombres se empinan sus tragos a toda prisa, las manos temblorosas.—¿Escuchaste? —dice uno, un tipo flaco con una cicatriz fea en la mejilla—. Está pagando una fortuna. Una fortuna, loco.—¿Y tú crees que la vamos a encontrar antes de que nos encuentren a nosotros? —responde otro, un gordo que apenas cabe en su silla.Demasiado tarde para debatir.La puerta se revienta con una patada brutal.Ruiz entra.No dice nada.Solo levanta la pistola, su silueta negra y enorme contra el fondo amarillo del bar.BANG. BANG. BANG.Tres disparos secos, tres cuerpos derrumbándose como trapos viejos.—¿Alguien más quiere hablar? —pregunta, con una sonrisa que no toca sus ojos.El canti
Narra Lorena.El primer estallido sacude el almacén como si un tren hubiera chocado contra las paredes podridas. El estruendo me vibra en los huesos mientras el polvo cae en cascadas sobre mi cabeza. Desde mi escondite en las alturas, entre vigas oxidadas y telarañas, apenas logro mantener la respiración contenida. Sonrío. Ruiz ha entrado. La trampa ha comenzado a cerrarse.El segundo estallido llega casi al instante, más cerca, acompañado de un grito ahogado. Alguno de los suyos ha pisado mal. Mejor.El humo empieza a cubrir todo en una bruma sucia, densa, perfecta para lo que sigue.—¿Eso fue uno de los explosivos grandes? —pregunta Clarita, arrastrándose hasta mí por la viga, su cara cubierta de hollín y una sonrisa de emoción cruel en los labios.—No —respondo—. Eso fue solo el aperitivo.Desde nuestra posición privilegiada veo cómo Ruiz avanza, flanqueado apenas por dos de sus hombres. Se mueve rápido, los sentidos alerta, como un lobo viejo en terreno enemigo. No le sirve de nad
Narra Lorena.Ruiz está cercado, y lo sabe.Lo vemos en su mirada: una chispa oscura, vieja como la guerra, que le brota de adentro como sangre venenosa. El Rey Herido ya no piensa. No calcula. No suplica.Solo ataca.La primera en caer es Maya. Ni siquiera veo cómo. Un destello de movimiento, un giro de su cuerpo, un disparo sordo, y de repente está en el suelo, retorciéndose, la mano presionada contra el muslo ensangrentado.—¡Mierda! —grita Clarita, apuntando su arma—. ¡Se está soltando!Ruiz aprovecha nuestra sorpresa y embiste como un toro en un corral. Le arranca a Suly la escopeta de las manos con un golpe brutal, la tira al piso, y sin perder un segundo la usa para disparar contra el techo. Polvo y astillas llueven sobre nosotras, cegándonos por un segundo fatal.Yo no me ciego.No esta vez.Avanzo entre el humo, la pistola firme en la mano, la respiración ardiéndome en los pulmones. Apunto a su pecho.—¡No! —grita Tamy desde algún lugar—. ¡Está muy cerca!Disparo. Una, dos, t
Prólogo.En la penumbra del cabaret, bajo el brillo decadente de las luces rojas, el humo espeso flotaba como un secreto no compartido. Lorena movía su cuerpo al ritmo de la música lenta, pero su mente estaba lejos. No era solo la bailarina estrella del club, sino también la mujer del hombre más temido de la ciudad: Carlo. Él la había sacado de las sombras, elevándola a una vida de lujo, poder y celos. Pero en su mundo, todo tenía un precio, y lo que brillaba más fuerte a menudo era lo primero en arder.Y luego apareció Ruiz.Con su traje impecable y su sonrisa torcida, Ruiz no era el tipo de hombre que pasaba desapercibido. La ciudad empezaba a susurrar su nombre, temido y deseado a partes iguales. Él no necesitaba promesas; la gente caía a sus pies por voluntad propia o por necesidad desesperada. No era diferente con Lorena. La había visto una vez, y desde entonces su destino estaba sellado. No porque la quisiera —eso sería demasiado simple—, sino porque necesitaba de ella para dest
Narra Lorena. Yo… no creo en las coincidencias, y mucho menos en los hombres con trajes caros y sonrisa de lobo. Ruiz apareció en el cabaret como una tormenta en plena madrugada: sin aviso, sin disculpas, y con esa forma de mirar que incomoda. Como si ya supiera algo de vos que todavía no dijiste en voz alta. A mí no me impresionan fácil. Aprendí a mirar desde los espejos sin que me noten, a detectar el peligro en los detalles. La forma en que alguien entra a un lugar, cómo inclina la cabeza cuando escucha tu nombre, si le habla primero al camarero o te clava los ojos como si ya fueras suya. Ruiz… Ruiz no vino a ver un show. Vino a verme a mí. Lo supe apenas pidió ese trago sin despegar los ojos de los míos. Como si no le importara un carajo que estuviera bailando con las piernas abiertas sobre una tarima de metal oxidado. Como si lo suyo no fuera deseo, sino estrategia. Y lo más jodido es que eso fue lo que me gustó. La mayoría de los hombres que pasan por este lugar vienen a o
Narra Ruiz. No me gusta que me revisen las cosas, ni en sentido literal, ni en sentido figurado, pero especialmente lo primero. Esa noche, después del tercer whisky y antes de que el hielo se derritiera del todo, le dije que me esperara en el sillón de mi cuarto. Un cuartucho en el hotel de siempre, con olor a tabaco rancio y alfombra vieja, pero con una vista directa al cabaret, como si eso hiciera todo más cómodo. Yo necesitaba mear, limpiarme un poco el sudor de la noche y volver al ruedo con la mente fría. No habrán pasado ni cinco minutos. Pero cuando volví, algo estaba fuera de lugar. Ella seguía ahí, sentada con las piernas cruzadas como si nada. Como si nunca se hubiera levantado. Como si no tuviera ni una puta idea de dónde guardo yo mis papeles. Demasiado quieta. Cerré la puerta y me quedé observándola desde el umbral. El espejo del baño me había devuelto mi reflejo con una gota de sangre seca en la mandíbula —recuerdo de un ajuste de cuentas temprano—, pero eso no me