509. La cuerda invisible.
Narra Dulce.
El silencio pesa más que cualquier palabra. Estamos en su departamento otra vez, y sé que no debería estar acá, pero cada vez que digo “esta es la última vez”, termino volviendo. Es como si mis pasos tuvieran memoria propia, y me arrastraran a este lugar donde todo me quema y me salva al mismo tiempo.
Tomás está sentado en el sillón, con la camisa desabrochada y un vaso de whisky en la mano. No me mira enseguida, me deja plantada en el borde de la habitación como si yo fuera una intrusa, como si tuviera que ganarme su atención. Y ese juego —ese maldito juego— me atrapa más que cualquier caricia.
—Llegaste tarde —dice, apenas levantando la vista.
No es un reproche fuerte, es algo peor: un recordatorio de que mi tiempo le pertenece aunque no lo admita en voz alta. Quiero responderle, ponerme firme, pero cuando lo hago, su sonrisa apenas torcida me corta las alas.
Camino hacia él. Sus ojos me recorren como si yo fuera una pieza de arte que solo él entiende. Y en ese momento