550. El único lujo de un rey.
Narra Ruiz
La mansión huele a encierro, a perfume caro mezclado con humedad rancia, como si las paredes guardaran el eco de todas las mentiras que se dijeron entre estos mármoles, y yo lo sé desde el segundo en que cierro los ojos y escucho ese chirrido de hierro que anuncia que Tomás acaba de dar la orden de cerrar las puertas, como quien baja la tapa de un ataúd; no necesito que me lo diga, lo escucho en el silencio que viene después, ese silencio denso donde hasta los guardias del otro lado entienden que ya no es asunto suyo, que esto es entre él y yo, y que ninguno de los dos va a salir de esta sala caminando como entró.
Me río para adentro, con esa risa seca que ya no necesita sonido, porque qué otra cosa me queda más que burlarme de mí mismo, de este destino tan poético como cruel: el rey de la calle, el que marcaba el pulso de la noche, reducido a pelear su último round en una jaula dorada contra un loco perfumado que siempre confundió obsesión con amor. Y mientras me acomod