432. El infierno también ama.
Narra Dulce.
Me encierro en el baño con el corazón latiéndome en la garganta y el sabor metálico del beso aún pegado a la boca. Me arde la cara donde le pegué. Me arde el alma por haberlo besado después. Lo odio. Lo odio con cada centímetro de piel que se me eriza cuando él me mira como si fuera suya.
Pero no puedo dejar de desearlo.
Me dejo caer al suelo, con la espalda contra la pared fría y las piernas dobladas. El azulejo está sucio, pegajoso. La humedad del encierro se pega a la piel como el sudor del miedo.
Me abrazo las rodillas. Trago saliva. Quiero llorar, pero no puedo. Llorar es rendirse. Y si hay algo que mi vieja me enseñó, es que en este mundo, la que llora pierde.
Levanto la vista hacia el espejo. Me veo.
El rimel corrido, el labio roto, los ojos demasiado parecidos a los de él. A los de Ruiz.
Y no al Bruno de ahora, sino a mi viejo.
Mi maldito padre.
—¿Estoy cayendo por el mismo tipo de hombre que arruinó la vida de mi vieja? —susurro, pero no hay nadie que me responda