Narra Dulce.

Una cosa es jugar con fuego. Otra es ver cómo te apuntan con una antorcha mientras te atan las muñecas. El cadáver sigue tibio en el piso, y yo sigo temblando.

Y Bruno me mira como si no acabara de matar a un tipo a menos de un metro de mí, como si el olor a pólvora y sangre no le revolviera el estómago.

Como si esto fuera… martes.

—¿Dónde está mi maldita billetera? —pregunta. Su voz no sube. No grita, pero está llena de veneno.

Me limpio la boca con el dorso del brazo. Estoy mareada, con las piernas flojas y la mandíbula dolorida.

—La… la perdí.

No sé cómo digo eso sin tartamudear.

Él frunce los labios. Mira hacia el techo como si rezara por paciencia.

Chasquea los dedos, y es cuando aparecen ellos. Los tipos que vienen con él. Sus hombres.

Tres entran por la puerta. Dos más ya estaban esperando en el pasillo.

Todos distintos, todos iguales en algo: no tienen alma.

El primero es un rubio teñido, tatuajes hasta en el cuello.

Ojos grises, mandíbula torcida, y un diente de