381. El niño de la sombra.
Narra Tomás Villa.
No recuerdo la primera vez que me rompió una costilla.
Ni la primera vez que sangré por dentro.
Los recuerdos se mezclan, se repiten. Como un disco rayado que suena igual, noche tras noche, en un sótano que olía a orina seca, transpiración y miedo.
Mi padre era un perro rabioso con voz de hombre, y yo, un bulto al que arrastraba por los pelos cuando tenía ganas de recordar que era dueño de algo.
Yo no tenía nombre.
No para él.
Me decía "el pendejo" o simplemente "eh, vos".
Nunca hijo.
Nunca amor.
Mis días eran largos, hechos de silencio y castigo.
Mis noches… eran más largas.
Y entonces, una vez, pasó.
No sé si tenía ocho o diez.
El viejo estaba borracho, dormido, con el revolver sobre el pecho y una radio policial encendida a su lado.
Yo, temblando, me acerqué. Me senté en la oscuridad. Me aferré al aparato como a una linterna en el medio de la niebla.
Y entonces, lo escuché.
Una voz.
Una voz que no gritaba.
Que no maldecía.
Una voz segura, grave, elegante.
Una voz