386. La confesión del director.
Narra Tomás Villa
La cámara no parpadea. El lente me observa sin juicio, sin prisa, como si supiera que esto —esta grabación— no es para el mundo. Es para mí. Para él. Para esa versión de mí que alguna vez creyó que había nacido libre. O que podía llegar a serlo.
Me acomodo el saco. Gris, sobrio. La tela cruje apenas. Mis dedos acarician la superficie del escritorio antes de presionar el botón rojo. El micrófono está encendido. El aire también. Hablo.
—Todo comenzó con un disparo.
Hago una pausa. Es teatral, sí. Pero no por efecto. Es porque me gusta sentir las palabras emerger de mí como si tuvieran vida propia.
—No con un disparo en mi contra. No. Fue el disparo que alguien más recibió. Mi padre.
Cierro los ojos. No por dolor, sino por memoria.
—La gente dice que uno recuerda con la piel cuando la mente se rinde. Yo lo recuerdo todo. El frío del piso. El sonido del vidrio. La forma en que mi padre cayó. El modo en que él —el hombre— caminó hacia la puerta sin mirar atrás. Sin culpa.