383.. No es mi hija.

Narra Lorena.

El tren avanza lento entre los campos húmedos del sur. La ventana empañada distorsiona los colores del paisaje, y no puedo evitar pensar que así veo a mi hija: como un recuerdo empañado, una forma que alguna vez fue mía y ahora no sé cómo tocar.

El bolso en mis piernas pesa más por la ansiedad que por el contenido. Adentro llevo una muda de ropa, algo de fruta seca, y un sobre con documentos que no voy a mostrarle. Es un viaje corto. Pero no hay viaje más largo que aquel que se hace con el corazón hecho trizas.

Mientras me acerco al internado, repaso mentalmente el día en que tomé la decisión de dejarla ahí. Dulce tenía doce.

Ya había huido dos veces.

La primera, la encontré en la estación de tren, llorando, con una mochila vacía y una navaja oxidada en el bolsillo.

La segunda, se encerró en el baño con pastillas y una carta en la mano que decía que quería morirse porque yo era un monstruo.

Ese día, cuando entré al baño y vi su cuerpo temblando en el suelo, supe que habí
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