376. Sangre sin guion.
Narra Ruiz.
Sigo respirando.
Eso ya es mucho.
La sangre me tibia el abdomen y empapa la tela como un animal enfermo que se niega a morir en silencio. La herida no es profunda, pero arde. Me recuerda que sigo vivo. Que estoy acá. En el centro de este teatro de mierda. Rodeado de locos. Y, peor aún, de testigos.
Lorena tiembla.
O se hace la que tiembla.
Con ella nunca se sabe.
Tiene el cuchillo a un metro, los ojos en mí y la culpa —si es que tiene— colgándole de los labios. Esa es la parte que siempre me gustó: lo bien que le queda el dolor. Como un vestido a medida.
Y Tomás…
Ah, Tomás.
El director frustrado, el artista del espanto, el enfermo que escribió todo esto como si fuese Shakespeare en ácido. Mueve los hilos con una sonrisa de porcelana. Habla como si fuera Dios. Como si de verdad creyera que puede salvarla de mí. O salvarme de ella. O salvarse él.
Qué ternura.
Me río. Apenas. Pero se nota.
Tomás me escucha. Se gira.
—¿Algo gracioso? —pregunta, sin perder la compostura.
—Solo