374. El acto de los condenados.
Narra Tomás Villa.
Ahí están.
Frente a mí.
Ruiz y Lorena.
Como debía ser. Como siempre debió ser. Cada pieza encajada, cada movimiento ejecutado con la precisión de un relojero que se niega al error, cada silencio colocado como una pausa necesaria para el efecto.
Los observo sin hablar por unos segundos, dejando que el momento respire, que la tensión haga su trabajo como el violín que entra después de un silencio y cambia toda la música.
Ruiz no ha cambiado tanto. Aunque sus hombros carguen los años, y su mirada tenga esa sombra amarga que sólo los que han perdido algo verdaderamente valioso pueden sostener sin romperse. Tiene el cuerpo de un lobo viejo, de esos que ya no corren en manada pero aún muerden con más rabia que los jóvenes. Y ahí está, con las manos semi abiertas, evaluando, midiendo, buscando la trampa detrás de cada palabra.
Lorena… ah, Lorena.
La había visto mil veces en las fotografías, en los archivos, en los fragmentos de video donde su voz temblaba entre los gritos