Narra Ruiz.

La luz en este subsuelo parece sacada de un sueño viejo, húmedo y sin lógica, como si el mundo allá arriba hubiera colapsado hace rato y este fuera el único rincón donde todavía late algo que no sabemos si es un corazón o una bomba a punto de estallar.

Camino sobre las baldosas rotas, con el eco de mis pasos devolviéndome una música descompuesta, mientras los ojos, adaptados a la penumbra, empiezan a reconocer contornos, siluetas, grietas en las paredes y sombras que parecen moverse antes de que yo las vea.

Y entonces la veo.

Lorena.

Sentada contra una pared, con un trozo de espejo ensangrentado en la mano, los labios partidos, el pelo pegado a la cara como si acabara de salir de un incendio y aún no hubiera entendido que sobrevivió.

Mis pies se detienen, pero no mi sangre.

Porque hay algo que me arde apenas la miro, algo que no tiene nombre pero que conozco de memoria: la furia mezclada con deseo, el rencor pegado al cariño, esa maldita mezcla que sólo ella puede provocar